Sentir miedo a veces es agradable y más cuando caminas por calles solas, con gente desconocida y autobuses que jamás habrías pensado que adornaran las singulares vías. Sentir miedo te hace fuerte, libre y diferente. Jamás había sentido miedo, pero ese día sentí miedo, miedo que te penetra los huesos, miedo que te hace pensar y decir por qué y cómo estás acá. Un puerto, un barco, un autobús, un camión, una calle con conexión a mil calles y mil preguntas en mi cabeza hacían parte del gran miedo. Tal vez pensé que estaba en un lugar importante para la historia, para el mundo y que se conectaría de una u otra manera con la historia de mi país. Cuando subí a la fragata que pagué por 2 pesos sentí un llamado especial, como si algo del más allá me estuviese invitando. Recordé a papá cuando me contaba sus historias de la Marina Colombiana y de lo que significaba estár ahí. Papá no siguió y hoy se arrepiente tal vez de no haber tenido un futuro con cosas mejores para él y para mí. Ya entendía el por qué esa maldita obsesión por el mar, por la playa, por los barcos, por los piratas, por las historias que en la antigua Grecia se escribieron en el mar, por Moby Dick, por los seres que habitan ese lugar magnífico, por Robinsón Crusoe ¡ay el mar! , pero precisamente no era el mar, era una fragata que adorna el espacio de Puerto Madero, la dimensión de un puerto muy importante para Argentina. Yo creo que el Río de La Plata que se cruza entre Uruguay y Argentina viene entremezclado con esa agua del mar que viene del Océano Atlántico de la majestuosa Brasil, realmente me sentí en el mar cuando estuve ahí. Era de noche y estaba cansado, había sido la primera vez que me sentía un Robinsón Crusoe, un explorador más en búsqueda de conocer nuevas cosas, de encontrar el gran tesoro. Sentí miedo porque fue la primera vez que estaba sólo ya que había caminado más de 20 Kms desde Chacarita por toda la avenida Corrientes hasta el Obelisco, lugar donde se fundó la hermosa Buenos Aires. Caminé solo por más de 2 horas en búsqueda del Obelisco que era donde ya me había medio ubicado en días anteriores, hacía mucho frío, un frío polar, sólo faltaba que empezara a nevar, era curioso porque a simple vista en 360° pareciera que fueran las 9 am, pero realmente eran las 2pm de la tarde, me dije que diferente es nuestra realidad y que disímil se vuelven nuestros sentidos cuando estamos en otro lugar del planeta. Estaba abajo, tan abajo como el petróleo , tan abajo como los grandes mausoleos que hay en el Cementerio de la Recoleta que terminan siendo subterráneos, tan abajo como el Subte y su estación de Federico Lacrozze, estaba a unos kilómetros donde terminaba el mundo, la Patagonia no era realmente nada. Sentí miedo porque logré llegar porque sabía que si lograba llegar hasta el Obelisco no me perdería nunca más, todo, absolutamente todo giraba alrededor del obelisco. Sentí miedo porque estaba lejos de casa, lejos de mi familia, lejos de mi realidad y estaba en una ciudad de ojos extraños de zapatos extraños, de comida extraña, de prácticas cotidianas extrañas…vencí a Buenos Aires, vencí al Waze. Realmente por mi cuerpo recorrió un frío, un frío que tal vez era el sonete de libertad, de saber que la libertad estaba al interior mío, de saber que la libertad se cruza con blancas, negras, corcheas y semicorcheas que suenan al son de Tango, un tango que suena en cualquier pizzería, en cualquier Kiosco, en cualquier lugar del mundo, un tango que sabe mejor a libertad, que sabe mejor a frío polar.